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sábado, 12 de mayo de 2012

TRIBUTO A JUAN CELADA (ALAMO DAY) Hay sujetos que nunca envejecen y, así el tiempo diga la proximidad del otoño, o incluso estando en el invierno de la vida, persisten con esa frescura de niño endiablado. Roman Polansky es uno de ellos. Otro tal vez sea yo mismo, que no puedo dejar de bailar cuando me apetece. Preciso rock, es como una pastilla, el del bueno y te hace volar. Siempre el de los mejores. También en esta lid estaba mi amigo Alamo Day, como decidió a última hora llamarse. Me decía, Juan Celada ha muerto. Escucho the dark side on the moon una noche llena de luna. Absoluta. 1981. Lo conocí a Alamo, o Juan Celada del Perú, en Pueblo Libre, un barrio donde todos estaban locos. Incluso los que querían parecer lo contrario. No era raro ese comentario. Incluso decían que la razón estribaba en la abundancia de laboratorios de firmas internacionales. Decían que algunos experimentos hacían con la gente. Y en verdad... había bastante loco. Desde un tipo que se pasó de mezcalina y andaba con una bicicleta cargando un conejo hasta otro que asesinó a su madre. Poco después de terminar el colegio aprendía el arte de hacer nada constructivo. Todo en mi vida era experimentación. Juan era unos ocho años mayor que yo, pero aun así era un muchacho de veintitantos años, cinético y rítmico, que rimaba bromas estúpidas todo el tiempo. Era como un hippie de los 70. Alamo era flaco y de pasos anchos, ligeros, y brazos que se balanceaban como péndulos. Parecía que tuviese algún deber. Pero era vago. O lo contrario: demasiado hiperactivo para detenerse trabajando. Por entonces íbamos al billar, donde pasábamos horas con otros del barrio. Enrique Rangel, generoso, impecable y deportista, gran tipo, su hermano, "Katucha", singular y sólido en sus ideas, y otros en quien no me detendré, y tampoco creo que lo haga. En el billar teníamos un secreto Decíamos que si conservábamos la bola número 9, la naranja, seríamos invencibles. Era el futuro. Y pensar que esto sucedió siempre. La década siguiente fue naranja, Fujimori entró al poder y por muchos años fue invencible. Era extraño y certero. O pretendía serlo. Le gustaba que le crean. Juan era dado a cualquier azar, desde jugar a las cartas hasta los caballos, porque era un eximio militante de toda cábala. Encontraba en la vida algo más abstracto que los argumentos. Líneas y curvas, algoritmos y relaciones en el tiempo. Por eso nunca era el mal lo que dictaba su camino. El solamente creía en que todo estaba vectorizado, o como decía “pautado”. Y pautado estaba que esa tarde en el teléfono del parque Don Bosco iniciemos una amistad, aunque interrumpida por dos décadas, que fue retomada con la misma naturalidad de siempre. Alamo o Juán solía llegar a casa como cualquier amigo. Pronto fue apreciado y querido por su singularidad. Al principio daba la idea de tratarse de un fumón más, pero por el contrario no lo era. Decía que tenía “ la droga instalada en el cerebro”, por lo que no necesitaba meterse nada. Excepto cigarrillos premier. Estos le acompañaban siempre en los juegos de cartas o en el taco. Luego lo dejó. Pocos sabían de las tremendas discusiones metafísicas que nos encerraban en tertulias interminables acompañadas del mejor rock: Queen, Alice Cooper, Led Zepelling. Fue la nuestra una amistad rock. No nos importaba nada que fuese en español, y hablábamos de los músicos consagrados con una cercanía que parecían tipos del barrio. Por ejemplo de David Bowie, que con su Amor Moderno descontaba su camaleónica estirpe. Y sencillamente nos caía bien. Podía ser que nosotros asumíamos que también le caíamos de la misma manera. Nunca hablamos del bien o del mal, sino de los mensajes, de lo que sucedía, de lo que vendrá. Era el tormento oculto de su madre, que cada día a las 4.00 PM, algo incómoda de mi presencia en su casa, interrumpía nuestra conversación llevando un jugo de manzana y una pastilla azul. Llevaba expresión de pesar, sabía que le disgustaba mi visita, como si supiese que mi diálogo cargado de sueños e imposibles, era exactamente el asunto que flotaba en el cosmos de mi amigo, y que le ponía a pensar en cosas de las que no estaba segura de que pudiera salir. Ella sabía que Juán tenía un mundo aparte del cual a veces no podía volver. Estudiaba para ser ingeniero mecánico. Pero ante la acometida de un insoslayable ataque de bipolaridad, o más bien creo de esquizofrenia la dejó de cuajo. Ya me imagino el tormento. Poco antes se había ido su padre de la casa para nunca volver. Era un tipo alto, potente, siniestro. Nunca creí esos rumores de que Juan se rayaba y enclaustraba por meses, saliendo al año gordo, hinchado y rubio. Hasta que pasó nuevamente eso. Fui a buscarlo a su extraña casa cuyo jardín era un terral de donde al asomarse había una ventana con persianas cerradas como evitando la entrada de la luz. Nadie abrió la puerta. Pero claramente vi que alguien miraba detrás de las persianas. Supuse que algo no andaba bien. Y así me la pasé meses tratando de hablar con él. Por esos años leía cosas verdaderamente extrañas, Camus, Ortega, Hesse, y hasta me pareció interesante Jung y sus madrás o mandalas. Justamente fui seducido por sus caminos oscuros, me refiero a Jung, y apenas pude le conté de su camino a las profundidades de la psiquis. Seguramente si su madre se enteraba esto era peor que invitarle un cigarrillo de pasta básica de cocaína o engramparnos con una docena de preludines. A él no le pareció mal ese asunto de las transferencias, pues tenía algo que ver con las respuestas que buscaba. Me acompañó por algunas de esas experiencias psíquicas hasta que un día decidimos lanzar energía a alguien. Yo andaba leyendo libros en las calles, en los parques, suponían que también me estaba volviendo loco. Por eso es que estaba en tal grado de incandescencia espiritual que no fue difícil aproximarnos a los rincones prohibidos de la psiquis y nos asustamos mucho cuando sentimos que perdimos peso hasta sentir algo así como un soplo de tal fuerza que casi nos tumbamos. Pero el soplo era interno, una implosión o escape de fuerzas que nuca más volví a experimentar. Nos asustamos. Comprobé que, en efecto, existían las transferencias. La descompensación o perdida de energía fue un asunto de mucha seriedad que confirmó algunas teorías excesivamente peligrosas para el hombre. Pero a él le gustaba entrar al terreno de Dios, el alma, y hasta era un habitué conocido en el infierno. Él vivía en el infierno. El me dijo que no sabía dónde se fue aquella energía, pero yo sé que se fue a algún lado. Así tuvimos muchas aventuras, expediciones por una ciudad bombardeada por Sendero Luminoso, otras nos fuimos al campo, a aquella Canta donde tuvimos unas aventuras con unas chicas innecesarias y tomables. El tenía una chica, Camucha, muy estrambótica, era como él. Le perdí también el rastro. Un día nos alejamos por muchas cosas, y nunca más supe de él, hasta cuando mi madre murió, de esto no hace mucho tiempo. Apareció en aquel momento y conversamos como si nunca hubiésemos dejado escapar el tiempo. El heredó algunas amistades mías y se hizo querer entrañablemente. Las hermanas Elías. Fue algo así como un consejero chistoso, parte de la diversión que era lo esencial en nuestra vida y no hay que ocultarlo. Porque para qué tener amigos sino para divertirse. No siendo parientes, no existían obligaciones de ningún tipo, ni causas para ser más próximos. Pero después de la muerte de mi madre, el día que él nació, le perturbó. Decía que esto estaba asociado a ciertos cálculos numéricos. Para el la matemática era tan sencilla que era un profesor bastante buscado. Pocos meses después murió su madre. Entonces al llegar al velorio me di con otros rostros indicándome que todo ese tiempo que no vi a Juan no fue por gusto, y que no necesariamente era el buen tipo que recordaba. Entendí que, siendo bipolar o esquizofrénico, no había forma de que no haga sufrir a los suyos, sea por su falta de sueño, la necesidad de hablar con alguien, y hasta el inevitable caminar suyo por las noches, sobre todo en una casa que desgranaba misterios a todas luces y seguramente más con las luces apagadas. Puedo imaginarlo fumando en las madrugadas entre los listones de sombra que formaban las persianas. Una señora que fue amiga de su madre velaba a Tota, su madre, Me preguntó de dónde conocía a ella. Dije que era amigo de Alamo o Juan. La mujer me hizo una mueca de rechazo. Nunca le pregunté que le hizo a su madre para que ocasionara tales rechazos. Solo recuerdo que una vez Juan me advirtió “no soy tan bueno como antes, es más, soy un maldito”. Supe que se hizo de una mujer, igual de extraña que su madre, pero que el de pronto detestaba, (o era su víctima) y con quien tuvo una niña tan rubia quien era tan hija suya como nunca vi. Despierta, contestadora, y mágica, era su adoración. Romina. Vendió parte de su casa, lo que le correspondía de herencia de una manera rara. En principio yo no haría negocios nunca con un bipolar pues inmediatamente sería considerada la nulidad de acto jurídico. Me parece que el buscaba ya quemar su existencia. Tal vez la mujer que le dio el dinero lo sabía. Pero según Juán me decía no era lo suficiente. ¿Lo timaron? Luego lo vi en Cusco. Una vez le dije que allí me gustaba ir con frecuencia. Sea a descansar, a trabajar, siempre voy a estar completamente conmigo mismo sin interferencias. A Alamo se le ocurrió que podía hacer lo mismo con el dinero que recibiría de parte de la casa que heredó de su madre. No sabía que al irse daría paz a sus seres queridos. En Cusco nació Alamo Day. Sacó un programa de televisión con ese mismo nombre. “Alamo Day Ya está”. Compró un espacio televisivo y por unos meses fue explotado. Le sacaron miles de dólares. Hablaba horas y horas tonterías en el aire Y recibía llamadas del público. Se concentraba en el lado oscuro de las noticias, en el tema Ciro, por ejemplo, el chico misteriosamente desaparecido y hallado muerto en el Colca. Su mujer lo buscaba insistentemente. Aguardaba su regreso en Lima. Mientras tanto él iba por Cusco probando todo lo que le sea posible, desde visitas a night clubes hasta las discotecas más cosmopolitas, como el Ukukus, donde le presenté a mi amigo Tito, dueño del bar, quien inmediatamente sintonizó y a quien le ofreció varios kiskurt verdes, un preparado de dos onzas de menta y vodka en un shop. Eso nos llevaba al techo. Se sentía querido, pleno y extraño. Escucho el lunático tirado en el pasto de Pink Floyd. Escribo cuando empieza a sentirse un poco más lejos. Sé que está en el espacio al fin disperso, seguramente ya se encontró con Baldor. No sé por qué en sus últimos días tuvo el deseo de viajar a Italia. Tal vez para el ese era su futuro, o quizás fue en Italia donde regía el imperio que entregó a Cristo a la muerte. Tal vez, y ahora lo entiendo, él, que se sentía un profeta, que por eso hablaba todo el tiempo. Una vez me llamó por teléfono indignado porque un falso profeta lucraba con la palabra de Dios. Lo quería matar. En su alucinante existencia, pensaba que aún estaba a tiempo para vengar a Jesucristo. Sus últimos mensajes eran insultos anónimos, decía que odiaba a todos. Debió sufrir mucho. Dicen que reapareció en la cuadra semidesnudo con un traje presumiblemente regalado por alguna persona piadosa. A lo mejor tuvo un ataque y decidió caminar desnudo. Como muchos locos. A lo mejor ya no daba más y dormía en las calles, o tal vez alguien le hizo daño. No lo sé. Él me dijo que una vez en un ataque de locura apareció tirado en los rieles del tren y que ni se acordaba de cómo llegó allí. Esta vez encontraron su cuerpo en una playa. Por un momento pensé en que alguien le hizo daño. No lo sé. Tal vez si fue así fue un favor. Solo estoy seguro de que estaba bien desapegado de la vida. Si creía que se iba a vengar a Cristo, es seguro que ya se había ido antes de su muerte, quizás buscando el poder para librarse de sí mismo, buscando un suicidio definitivo. Antes de morir decidió lanzar todo el odio posible al mundo, a la iglesia, a su familia, a sus amigos. En verdad estaba pidiendo auxilio. Pero ya nadie podía ayudarlo. Sabía que iba a morir pronto. Estaba solo. Por eso para mí su recuerdo mayor es cuando reía en las calles, allá en los años 80, conversando de música y gozando de la vida, cuando decía brazo en alto ¡comes alive! el gran disco de Peter Frampton… ¡en vivo!