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domingo, 4 de septiembre de 2011

LA LENGUA PERDIDA

Los nunca invisibles agentes de seguridad del estado del Congreso me caían bien. Es cierto que yo no a todos, pero algunos eran particularmente amables conmigo y, pese a su rígido escrutinio y sospecha de todo y de todos, solían tener declinaciones gentiles hacia mí, porque juntos pasábamos mucho tiempo, y tal vez porque les gustaba cómo les escupía y maltrataba a sus jefes, los políticos.
Yo era un dinamitero político. Sabía hacer bien mi trabajo. Podía conocer todo lo que pensaban los políticos. Me temían por mis preguntas, por lo que escribía, por mi creatividad para convertir en noticia sus presencias anormales o sus ausencias, igualmente anormales, como por ejemplo, cuando desaparecían del pleno para esconderse, no miento, en el baño, y sentados en un wáter esperaban que pase la votación.
Los de seguridad de estado, con sus trajes azules y corbatas igual de baratas, estaban acostumbrados a mí, y desconozco cuando fue que de ser natural, homo sapiens, pasé a objeto, como una columna, escaño o puerta que detecta metales. Los tipos ya no sospechaban de mí.
En verdad, pues, pasaba tanto tiempo en el Congreso que estos hasta me pedían que cierre la puerta. Vaya confianza.
Como dije los latigazos que brindaba a los parlamentarios y ministros empezaron a ser de agrado para los agentes que mostraban más simpatía y confianza en sus miradas al extremo tal que algunas veces hasta me invitaban a sus parrilladas.
Un día noté que pese al calor aún vestía sus trajes pesados de invierno. Se asfixiaban con tan altas temperaturas y pese a esto no eran capaces de abrir la boca. Publiqué un artículo sobre la tortura térmica a la que el insensible presidente del Parlamento los sometía, argumentando que su aturdimiento ponía en riesgo la seguridad del parlamento ya que, sin aire acondicionado, el calor producía sueño.
A los dos días aparecieron con guayaberas, y esto me lo agradecieron infinitamente. Incluso hasta ahora.
Cuando recalo por algunas discotecas, donde estos dobletean los fines de semana para ganar un sencillo, me invitan a pasar sin pagar, como si extrañaran ese ademán. Igual hacen cuando los veo por el aeropuerto.
Por eso es que yo también los empecé a verlos de otro modo, a valorarlos, aunque con mis reservas, pues de hecho tenían orden de vigilarme, y claro, mi nombre aparecía en muchos reportes que ellos mismos escribían.
Yo sabía que mis enemigos me filmaban y los agentes me recomendaron cuidarme en mis rutinas diasrias, sabiendo, con seguridad -de estado-, que me iban a hacer daño.
Entonces yo los maniataba a mis posibles enemigos, poniendo en el diario que se venía un atentado a un periodista. Incoluso ataqué al jefe de seguridad de estado, revelando sus francachelas que se daba en el parlamento los fines de semana insinuando que aspiraban cocaína y que nada malo sería un examen toxicológico con una muestra de cabello.
Nada me resultaba más inquietante que escribir esto, sabiendo que la víctima en potencia era yo mismo. Así disuadía cualquier ataque. Me odiaba el procurador del Congreso, un afeminado que gustaba teñirse y cortarse el pelo que andaba en su auto último modelo, pero de segunda, que no se por qué sospechaba que le pensaba hacer daño desde que su novia, una ramera que trabajaba de secretaria en el Congreso publicó sus e mails. Le tuve que decir que no lo haría por que no era importante.
Pero volviendo a los agentes, el flujo de información clandestina entre la seguridad de estado y este periodista enemigo era cada vez mayor y llegaba a extremos.
Cuando uno se acerca tanto a las fuentes de información todos creen que uno sabe más de lo que en verdad se sabe. Ni yo mismo sabía cuánto sabía. A diferencia de Sócrates que decía sólo se que nada solo yo decía a mi interior: sólo se que sé, que muchos creen que sé mucho más, perom yo no sé qué sé.
Pero aunque podía jactarme de conocer todo el Congreso, había algo que desconocía: la sensibilidad artística de estos agentes de seguridad de estado, mirapotos profesionales, poco elegantes y con toscas expresiones.
Cómo podía pensar en que tenían algún tipo de afición artística, si estaban parados todo el tiempo en un mismo lugar sospechando, burlándose, maldiciendo su vida.
El presidente del Parlamento tenía una afición a los hippies tremenda, y por esos días había contratado a una española muy fachosa y mariguanera, eso sí, muy sesuda, a quien la puso de directora de prensa: La mujer, completamente alocada, con pañuelos orientales y cabellos crespos, no podía evitar sus tronchos y era amiga de varios artistas, algunos de ellos muy volados, que nunca leían la parte política de los diarios, pero que a petición de su amiga que les daba trabajos, llegaban al parlamento, algunos completamente drogados.
Uno de ellos, barbado, encorvado, chompizul, apareció con la mujer esta con un proyecto. Exhibir en los jardines sus esculturas cinéticas, hechas en piedra con formas diversas, aves, animales, insectos, cosas. Cada escultura la conformaban muchas piezas de piedras unidas sin pegamento y que equilibraban entre sí con una exactitud asombrosa.
Observé desde hormigas hasta osos equilibrantes, los que al menor soplo del viento se balanceaban graciosamente. La exposición, informaron, iba a durar tres meses.
Cuando inauguraron la muestra fueron todas las viejas buenotas a mirar la obra, y se hacían las felices mostrando sus trajes. Los mozos pasaban vino. Los artistas, con sus trajes informales, hasta sucios, conversaban con los políticos, y la asesora de prensa, vestida completamente de blanco, se mostraba más feliz que nunca. Se había fumado un tronchito en la sala Basadre.
Los de seguridad de estado estaban hartos de ella, pues una vez se pasó de vueltas y se le ocurrió encerrase en uno de los ascensores, obligando a los ministros visitantes a bajar por los escaleras. La sacaron semi desmayada, vomitada, en una operación francamente escandalosa que lancé en el diario con sorna y ventaja.
Pero la muestra de esculturas cinéticas estaba encaminada, y el clima de fiesta en ese medio día nublado lo afinaban las copas de vino blanco y bizcotelas en un rumor snob muy característico.
Los agentes de seguridad de estado, muy erguidos y serios, miraban hacia adelante. No se divertían. Les llegaba al huevo la obra. Estaban molestos porque, a petición del artista –a quien a la larga lo denunciaron y botaron por jalar cocaína en la presidencia- su obra era maestra y por lon tanto necesitaba vigilancia.
-Fumón de mierda cómo va a ser maestra esa huevada- decía el chato.
Los tres agentes asignados lo odiaban, pues por culpa de estea deberían estar mirando su porquería cinética, nada menos que por tres meses.
Al principio ni miraban las cosas que parecían flotar. Chismeaban del crédito para zapatos de la cooperativa de la vuelta, o de la puta de Rosita que tiraba con el edecán, y que esta al cansarse de ser la amante llamó a su esposa, y que para vengarse dejó su calzón rojo en la mesa del presidente ocasionando un barullo que nadie sabe cómo terminé publicándolo, sin imaginarse que esta mujer me anunció que haría eso, y hasta me pidió que arruine la vida del pobrecito soldado elegantón.
Pero, poco a poco, se fueron terminando los chismes, y comenzaorn a aburrirse, a hablar cosas poco interesantes para ellos. No les quedó empezar a destilar la duradera observación de la obra.
Sus comentarios hicieron una curva Panamericana, desde la burla hasta observaciones cada vez más estudiadas sobre la física, química, psíquica, lenguaje y estética de las piedras flotantes.
Al mes, no pudiendo desprender la mirada de estas piedras, ya las conocían al dedillo. Incluso podían reconocer las tonalidades que iba tomando cada piedra en la medida que cambiaba la luz del día.
-No, es verde.
-Tas huevón, es azul.
-Huevonazo, tiene rojo.
Así discutían los agentes.
Era extraño, pero ya las conocían acaso más que el mismo autor, y hasta encontraban en algunas de ellas defectos formidables que no eran arte sino efectos del cansancio, improvisaciones, malestar, un ¡ya pues, hago el corte a la que chucha! del artista.
Incluso dijeron por ahí que, a juzgar de las alas, aquella ave fue hecha con mayor cuidado, y que seguramente por las mañanas. Concluyeron esto al notar sus irregularidades a propósito, muy bien labradas, una textura casi cósmica.
Un día no pudieron más y , sabiendo que solo debían estar parados frente a las obras, y nadie le siba a pedir que hagan otra cosa, Trajeron un keke de marihuana. Los tres agentes reían como idiotas por horas sin que descubriera nadie lo que pasaba.
Así la pasaban. Y se dieron cuenta de porque su enormidad. Para evitar que el viento las zarandee a su gusto. Dos metros medía cada una, y era muy difícil pensar en cuantas miles de piezas podían contener. Solo se notaba una ociosidad enorme, un trabajo fabuloso, un culto a la nada sin precedentes para estos chicos de seguridad de estado.
Pero una tarde de kekes, notaron algo raro. Y redactaron un informe para la presidencia, un informe de tres vigilantes que comían todos los días kekes de marihuana. “Asunto, sustracción de pieza de las esculturas cinéticas. Alguien ha robado una de las piezas del cóndor”.
El presidente del Congreso, sabiendo que el artista era un pendenciero peligroso, al ver el informe decidió ir a ver qué pasaba. Y se encontró con que la estatua del cóndor estaba igual.
-No veo que le falte nada- exclamó.
Pero los agentes de seguridad de estado estaban tan familiarizados con la escultura que le trataron de hacer ver una declinación de 0.023 grados a la derecha.
- ¡Pero ustedes están locos, cómo pueden darse cuenta de esto! - dijo el enano calvo que presidía el Congreso.
-Lo sabemos- Replicó uno de los agentes, y podemos saber qué falta.
- No pueden ustedes decir que algo falta- dijo el presidente.
-!La lengua!- dijo el más gordo.
- ¡Que lengua!
El presidente del Congreso sabiendo que su fama era de un mujeriego que metía a las chicas en los sótanos del Parlamento, pensó que las connotaciones sexuales de la noticia y que no sería raro que en esos momentos la lengua esté propiciando el deleite de alguna mujer poco pudorosa.
El presidente ordenó clasificar el documento para que nadie lo sepa.
Aparentemente la lengua no pesaba más de 100 gramos y era una pequeña piedrita con dos puntas que salían ligeramente del pico.
Cuando supe de aquel informe, pude percatarme que, de haber estado frente a la Gioconda o a cualquier abstracto de Klim o Kandinsky, el resultado habría sido el mismo, una mirada escrutadora, capaz de exprimir hasta el último detalle del objeto visto, hasta la sospecha absoluta, esa misma que se da en el tirón que tensa nuestra objetividad con nuestra subjetividad. La sospecha de que la estatua estaba a tan pocos grados inclinada fue primero una duda, la misma que existe en todos nosotros, cuando no creemos que murió un amigo, la misma que nos hace pensar si fue cierto que tenemos una enfermedad incurable, o si es que ella en verdad aceptó irse a la cama. Esa misma sospecha es la que nos permite descubrir el infinito, el mismo que habita o que se esconde en el arte, la misma que me dice que no todo lo que tú dices es verdad, y la misma que me viene a la mente cuando me dicen que sólo algunos tienen el don de ver bajo ciertos niveles de objetividad el arte.
Las agentes terminaron su servicio, y había algo distinto en sus miradas, una rara luminosidad en sus rostros, un pequeño desacuerdo en su mueca, parecían haber crecido, algo. Fue por eso que no me atreví a escribir que el espíritu del arte hizo su trabajo en mis viejos amigos, a quienes suelo visitar de vez en cuando a el manicomio, después de enterarme que asesinaron a la rata gorda que por esos días ostentaba de presidente del Congreso.

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