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martes, 19 de octubre de 2010

LAS VIAS DEL EVITAMIENTO

Son toda una metáfora urbana las vías de evitamiento. Un monumento a lo que sinceramente es la ciudad, un cosmos donde todos quieren evitarse, sobre todo los que se quieren.
Por eso no evito nada en lo que pienso. Aunque esto me ha llevado a calificativos terribles. !Eres malo!
Ahí vamos.
La chica quiere cachar con el tipo. Pero lo evita. El amigo quiere ver al amigo, pero contabiliza las veces que no lo buscó y desiste de llamarlo. Uno desea salir a bailar, pero lo evita sin saber porque. Todo esto me llena de orgullo pues aun cultivo el impulso y el instinto, nada más ajeno al evitamiento.
Basta que alguien diga “Arriba Alianza” o “ayayay” o mire con desprecio a la cajera del hipermercado para darme cuenta que su proximidad con un insecto es más que un acto emancipador de elevadas comodidades, un tropismo hacia la insignificancia, es decir a la felicidad momentánea libre de toda trascendencia, fuera desde luego que la sexual, es decir, a través de los hijos, cosa en la que nos parecemos todos los seres vivos.
Hago esta generalización con la licencia que me otorgó leer la noche anterior a Cela en el departamento de mi amigo Iván, donde no solo gozamos con su descripción arbitraria y total de los italianos colocándolos a TODOS de morenos, apuestos y abogados.
Este tío, para colmo Nobel de literatura, sí que desarrollo al máximo el argumento y hasta se cogió a una niñata que podría ser su nieta en el otoño de su larga existencia.
Escuchábamos a Deep Purple en un clímax sensorial otorgado por la música y el disparate completo en el cual nos colocamos nuestras armaduras para ir al encuentro del sol. Leyendo a Cela, ¡qué sábado! desistimos de ir a la disco y me quedé con un diálogo memorable.
-¿Crees en los fantasmas?
-No. ¿Y tú?
- Yo si- Y desapareció.
Y reflexiono esto pensando en el mal pensar, al cual considero un veneno necesario cuya arte se basa en el equilibrio, pues no siendo equilibrado el mal pensar se desbocan los fantasmas a cada rato, la superstición, y el odio de quienes tienen la rara seguridad de estar en el centro de una moral venidera de los espantos. En estos tiempos un espanto es el sexual, pero miren que no todo es rosquetería, David Carradine murió estrangulándose a si mismo como a su pene en simultáneo. De placeres, si apenas estamos empezando. El placer del ludópata, el de la ramera que lo hace por diversión y no solo por dinero, el del político y el del asesino que sale especialmente a saciar ese anhelo de ver al otro acabar.
No es fácil ser un hijo de puta. En principio, para serlo, hay que tener un ideal alto. Muy elevado. De lo contrario es posible que te consuman las entrañas. Cultiuvo el hijoputismo desde hace algún tiempo y podría decir que más que un acto de flagrante maldad se trata de un esclarecedor método de ubicación, casi un sonar que detecta los movimientos subalternos de las personas en contra de uno.
Me he dado cuenta que es muy sencillo bajo este método identificar hipócritas, resentidos, afectados, lectores anónimos y críticos permanentes de la defectuosidad en la que, debo señalar con toda claridad, me inundo.
No sé si me hace feliz o no el darme al uso de ese sonar llamado pensamiento de hijo de puta, pues solamente confirma la naturaleza poco principista de los individuos que no me tragan.
Y los que no me tragan, cosa curiosa, son exactamente todos los que comienzan su existencia en un sincero intermedio, y muy poco en el principio, es decir, en la parte excelsa de uno mismo.
De joven me gustaba mear sobre las cucarachas, y hasta les hice una canción. Esto no quiere decir que me las comería jamás.
Pero no sé porque aconsejé a un amigo pintor que caía diariamente en la desesperación de querer ir a un burdel -a donde lo llevé- que se coma sus pinturas y a ver si de esa manera de una vez por toda encontraba su ansiado absoluto.
Creo que ni al él ni a sus hermanos les dio muchas ganas de verme, cosa que no comprendo por que soy un tipo más o menos agradable desde el punto de vista de cultivar el cinismo y los placeres de la soledad.
De todos modos, el hijoputismo en mi mente es una forma de ver las cosas que me ha deparado innumerables aciertos, y claro está, un muelle inequívoco contra traiciones, deslealtades, evitamientos y ninguneos. Es por eso que a veces, en un acto de maldad pura suelo enviar mis fotografías en Europa, Brasil o alguna montaña nevada de belleza quintaesenciada para imaginar en mis fueros hijoputistras el escarceo que de seguro se produce en las entrañas de los que no solamente por ser tan correctos no conocen nada y que, desde luego, entendiéndome como "excéntricoo" en verdad no me quieren, y ocultan a sí mismos el disgusto que les produce no haber leído un solo libro en la vida ni tener mucho que hablar.

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