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lunes, 31 de octubre de 2011

EL DR SEXO

No vale la pena juzgar a las personas. Eso aprendí en ese pueblo caracterizado por sus fiestas y vagancia general izada, donde cualquier trámite en el municipio, por más sencillo que sea, una fotocopia, sello o visto bueno, podía demorar meses, años sobreviviendo incluso a la muerte del solicitante.
Y precisamente la otra vez que me encontraba allí, tenía la urgencia de viajar al extranjero y me aconsejaron por teléfono evitar problemas en Migraciones con una vacuna contra la malaria. De lo contrario podían negarme el ingreso a aquel país.
Mi viaje del pueblo a Lima sería muy rápido. Llegaría y apenas tendría unas horas para viajar a Brasil. No habría cuando ni cómo vacunarme con las colas que suelen haber en los hospitales de allá.
El pueblo donde me encontraba era bastante particular y, como se figurarán, festivo. S un pueblo donde vería luchas sociales en la mañana y en la noche una gran fiesta.
Recurrí a un amigo que vivía en aquel lugar, quien tenía algún poder conferido de su actividad como periodista, y quien a lo mejor-pensé- me podría ayudar a resolver el problema. No me dijo ninguna negativa, por el contrario, estuvo dispuesto a ayudarme.
Fuimos juntos al hospital, sin ninguna urgencia, o acaso con una seguridad extraña, a ver qué se podía hacer.
El clínico al verlo llegar saludó a mi colega y, luego de bromear acerca de los culos de las ciudadanas y ¡qué fue de tu vida!, descubrí que era algo así como el director del hospital.
Su bata blanca, bigotitos negros y espesos, anteojos modernos, actitud de mujeriego, y mirada esquiva a cada mujer que pasara, me hizo pensar en que se trataba de un buen tipo y sin hipocresías, lo cual no quiere decir que no se haya matado al menos a cinco pacientes, pues el hospital era una maravilla por la falta de equipos y un dudoso heroísmo.
Al pedirle el favor de ponerme la vacuna, el médico fue diligente como un suizo en alerta, y llamó de inmediato por el celular a su adjunta, quien apareció en segundos. Era una gorda de cabellos negros y rizados que, según lo distantes que estaban sus codos de su volumen, tenía algún puesto de autoridad.
-Dr. El problema es que tenemos la vacuna, pero no disponemos en absoluto de los requisitos médicos para suministrarla- informó el panzer.
-¿Y cual es el problema?- Preguntó suavemente el doctor que dejaba relucir en uno de sus dedos la marca de su aro matrimonial escondido en algún lugar.
-Es que si abrimos un frasco, su contenido solo dura ocho horas y debemos tener al menos una decena de personas con la misma necesidad de vacunarse.
Cuando mi amigo preguntó si habían problemas. El doctor cerrando de lleno los ojos y con una ademán de tajante negativa que hizo con las manos sentenció.
-No hay ningún problema. Haremos una campaña de salud-.
Pensé en que el doctor había perdido la razón. Yo estaba semanas tratando de cobrar un cheque que todos me querían pagar en ese municipio, pero no salía por trabas burocráticas, fiestas por santos que solo existen allí, por cumpleaños diarios, y otras actividades extra laborales,de tal manera, que escuchar eso de haremos una campaña de salud me resultaba absolutamente imposible , demagógico y hasta ofensivo.
Pero me equivoqué. A los pocos segundos escuché.
-Organicemos la campaña.
-Dr. Pero vendrá mucha gente.
- Idearemos algo para evitar las colas innecesarias- Aprotó el doctor.
No podía imaginar cual sería la campaña. Vi entrar al nosocomio a un mototaxi de esos que abundan en la India. Luego de una rara negociación con el mismo director que sacó de su bolsillo un billete de diez soles, lo vi cargar al chofer un enorme megáfono el cual apuntaba al exterior.
Luego, salió la moto con el chofer gritando ¡atención, campaña de salud contra la malaria, acuda a nuestro centro médico de 11 a 11 y3 de la mañana.
Eran las 11 y 1 minuto.
Entonces me llamaron.
-Señor, se abrió la campaña, pase.
Me levanté la manga. La doctora fue extrayendo con la aguja la vacuna, y mientras eso hacía el director del hospital le miraba el poto, y claro, también mi amigo, el más influyente periodista de la ciudad.
Entonces noté que habían varias personas llegando a la puerta del hospital, sobre todo mujeres humildes. Pero luego de que pasaron las 10 personas, escuché una voz del guachimán decir.
-Señores, la campaña se cerró.
Cuando tuve la vacuna y mi certificado que cualquiera pudiera falsificar supuse que mi impresión sobre aquel pueblo era la errónea y no se por qué pensé en que el director del hospital podría haber sido o un magnífico ministro de economía o administración de burdel.
Cuando caiga por algún latrocinio, sin duda tendrá en este periodista un amigo que le sacará las castañas del fuego.

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