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martes, 27 de diciembre de 2011

EL JARDIN SOÑADO Y LOS FLUORESCENTES ANTI ESTRELLAS

Adoro los jardines verdes y floridos. No solo ello. Todo lo verde. El culantro, el perejil y la lechuga, de los que una vez poeticé pensándolos en una mesa de madera “en el jardín”. Ahora que me doy cuenta, nunca tuve un jardín, pero siempre amaba caminar por los parques. Hoy ya no existen tantos parques. Lo que hay son otras cosas, algo más funcional, que tiene muy debajo lo estético. Vivo para lo estético, es lo que me gusta, y por eso cuánta dicha m ha dado leer en Mailer su tratado, si podemos llamar así a sus línes de pura subjetividad, sonre el fluorescente blanco. Su opacidad no se cómo puede gustar a tantos. Lo usan en las oficinas, especialmente, en esos mausoleos donde el silencio reina no por paz sino por minimalidad. De hecho a los chinos menos acostumbrados a la libertad o a la dicha les va y viene existir bajo su mortecina luz. A mi, sin embargo, los fluorescentes blancos y las paredes mostacinas, como muchos cuadros deprimentes de Van Gogh me caen como patada al hígado. Y no se que actitud tomar pues la única opción es el rechazo.
Cada vez que regreso trato de arreglar ese terral que dejo como jardín. Siempre está abandonado, mal querido, opuesto. Y para mi es vida, ilusión, sujeción. Tal vez deba de comprar un jardín de plástico y extenderlo en cada hábitat que encuentre. Pero sería inútil, por que más que el verde amo la vida en su multiplicidad cromática y biológica. Por eso odio el gas de la discordia. Me aturde, me hace improductivo, como mustio árbol ante la ausencia de sol y lluvia. No. Sin duda no deseo eso. Tal vez me hubiese equivocado, igualmente, con quien sea y solamente sea un loco solitario extrañando el jardín que nunca existió ni existirá, ante la contingencia de una vida episódica, remota, casi, casi, inmaterial… como mi jardín soñado.

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