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viernes, 27 de enero de 2012

El Ukukus abrió sus puertas a principios de los años 90, sobre los escombros de un país desangrado tras mas de diez años de violencia terrorista que terminaba en un laberíntico presente donde, aun así ningún mañana estaba asegurado con firma de notario. Era poesía y riesgo. Florecía nuevamen te esta ciudad
, sin aroma a jazmines como mi Lima en verano, pero con una atmósfera llena e inquietante sostenida por un ayer tumultoso, histórico, trágico y confuso. Pero en ese instante, tan alegre, insuflado por la aun en ciernes fragancia fresca de la paz. Nunca fue tan europea como las demás discotecas tributarias a la Plaza de Armas de Cusco. Era mucho mas que una disco, una argamasa de amigos concentrados en un cosmos de dimensiones esotérico andinas, cuyos propietarios, cobrizos, peruanos, con mote y restos de hojas de coca entre los dientes, se enorgullecían de capitanear una tan chola y tan alegre e internacional como ninguna otra discoteca en el Perú. Y aunque tenía el alma andina en sus raíces fundacionales, todo en ella fue sometido a la licuadora del rock y del arte, disolviendose todas las diferencias de un país traumatizado y mestizo. 1990. Cusco luego de muchos años por vez primera, recibía a miles de turistas, quienes con sus mochilas rojas, amarillas, verdes, y sus caras rojas y labios quebrados por el frío, al llegar la noche, cansados de excursionar por alucinantes restos incas, buscaban una barra donde apoyar los codos y alambicar con un ron o un tequila sudamericano en la cabeza, lo que apenas empezaban a entender, lejos de una vida automática, precisa y para muchos sin sentido. Y aterrizaban, como yo, en la barra del Ukukus, donde resulta que en esta ciudad liberada, la mácula no era mácula ni la pureza, sino otra cosa, en la que era posible siempre una sonrisa, pero claro, una complicidad propia de donde todo iba mas allá del bien y el mal cristiano. La barra donde por desgracia nunca llegó la sufrida Clorinda Matto de Turner, la escritora frustrada por sus ideas liberales y sus orgasmos ocultos, era la que mas amé en mi vida, y donde me topé con imaginarios Arturo Millers, Kafka, hasta con un amigo periodista mío, el zambo Edgard Lozano, quien desapareció trágicamente, precisamente en esos años tenebrosos que precedieron al Ukukus. El equipo del Ukukus, era especial. Fluía en actividad como poseído de un espíritu inquieto, pero al mismo tiempo sereno, si se quiere libertino, no huidizo como los bar tender de las frías discotecas de Lima, por el contrario, de una buena manera de corazón, que pasaba por alto el exceso de ese frenesí de sex drug and rock and roll de los Andes. Monitoreando la cápsula de los sueños, estaba un equipo grande, familiar, entregado, cuya fórmula espiritual era la exacta de un buen ruso negro o de pisco sour con el que e gentío solventaba los ánimos extasiados, a pulso sensual, atrayente, encaramados en climas donde era posible llegar a Marte, o planetas mas lejanos, de donde tal vez partiron los pulpos en su equinoccial viaje a la tierra, sin saber que con ellos se haría tan buen cebiche. Pero así fue desde el principio, excitante, maculoso, lúbrico, sensual, donde los amores furtivos flotaban en miradas prometedoras, a veces medio putas, bajo el destello luminoso de una febril pestañeadota. Y el amor iba de mesa en mesa, bajo el elixir de una mezcladora de sensaciones de gente polivalente, cruda, simple, curtida, amarga y feliz, proveniente de todo el mundo, de aquí y de allá, gente a veces diferente, y a veces extraña, verdaderamente muy extraña. Atiborrada de tanta, Ukukus mostraba el pleno en cada noche, sea lunes, jueves o domingo, donde rodaban en la extensa barra los vasos duros y rebosantes. No muy lejos del primer día de abrir sus puertas de pesada madera de trescientos años se hizo naturalmente albergue de todos los locos de la ciudad imperial: músicos, intelectuales, guías de turistas y por supuesto, turistas emocionados. En Ukukus cabían todos los proyectos posibles de arte, pintura, teatro o escultura humana. Las leyendas que sobre aquella casa persistíeron por años fueron cediendo a la aparición de una nueva leyenda que era la discoteca, cuyos pisos de listones crujían de tanto frenesí bajo el pleno de danzantes a su manera, todos, atrapados en la maquinaria emocional. Rojo encendido eran muchas de sus paredes, tan tojo como la sangre coagulada de los muertos que fue dejando el país en los años de horror, y sus mascaras terribles en cada una de las paredes parecían mirar desde los orificios de sus ojos. Estaba llena de alucinantes esculturas, productos de alguna mente mística envuelta en varios viajes de ayahuasca, el brebaje mágico de los incas. Estaban por todos lados los locos con sus cabellos largos, a veces luciendo canas, o cabellos lacios de bricheros imitadores de Tupac Amaru, haciendo la ruleta, con un “con guit mi”, a ver si alguna gringa o gringo se animaba a llevárselos a sus países, lejos de este infierno de la desocupación y el desamparo. Y muchos lo lograban, regresando con ojos distintos a la misma barra a pedir lo de siempre, a darse abrazos y besos con los amigos de siempre, que seguían allí, como si nunca se movieran, si claro, quizás un poco mas viejos, pero igual de atrevidos, algunos estupidizados por no poder bajar del avión, siempre nadando vida entre nubes de humo y vapores de caleidoscópicos aguardientes. En una de esas noches, en uso de esos años vacíos de mi vida, caí en el Babilonia. Estaba algo triste sin saber que estaba haciendo en mi vida, atorado en un estancamiento vital, familiar, profesional sin precedentes en mi vida. Me apoyé en la barra. Estaba tan gastada y llena de agujeros por las miles de manos que pasaron por ella y estaba señalizada por agujeradas de cigarro o restos de centenares de cubas libres derramados por años. Al finalizar la noche, o mejor dicho, al llegar la madrugada siempre habían borrachos apoyados en la tabla donde no faltaban quienes se subían a mostrar las nalgas en climas de irresistible y exultante alegría. Y estaba una vez mas con un gin tonic contemplando lo que había a mi alrededor, las luces, la cabina del malhumorado dj, el presuroso caminar a ninguna parte de las bricheras tomando como asunto de fin del mundo que el francés de barbita se haya ido con la otra y no con ellas. Levanté la vista sobre la barra y casi tres metros de botellas me miraban de lo alto, sonriéndome, relucientes, como putas de la calle, y me sentí envuelto de un magnetismo instantáneo, seguramente construido en años, con ese tropismo, ese ir a venir, casi natural, de tanto de todas partes que se colgaba sobre la barra para desahogar en silencio una pena o, de lo contrario, conocer alguna nueva amiga a quien llevar mas tarde a la cama. Pero esa noche, no podía negar esa sensación de fracaso que me agolpaba el pecho desde muchos meses antes, luego de una vida azarosa entre cosas aparentemente importantes aunque, al final, sin ningún significado para mi. Y nuevamente pasó la bar tender que ni me miró. Con el tiempo, al verme una y otra noche ahogándome en la bebida, nos hicimos conocidos, y fue cuando al verla sonriendo desmesurada, como lo era, y amada por todos, le dije desde el fondo de mi cínica soledad. -Eres la arquitecta de las emociones. Coqueta, recibió el piropo antes que me perdiera en la mueca de una máscara de ojos vacíos, que me señalaba que esa fulana extra, estaba sola. La bar tender se llamaba Anita, y era la cajera. Se trataba de la hermana del dueño, un chico de ojos sanos pero de alma atormentada por lo que creía mensajes para si del mas allá andino, y el muchacho, en un tributo permanente a los dioses caídos del mundo inca, no se perdía una fecha importante en el calendario de los incas para hacer los respectivos pagos a la tierra con hojas de coca que contritamente colocaba en la cima de alguna montaña mágica. Si, la coca era la planta mágica de los incas que por cientos o miles de años dio el alcaloide anímico a millones de campesinos pobres y sin anhelos de los andes.

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