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viernes, 18 de febrero de 2011

CURRY

El Bunker fue mi refugio. Tuve el tino de dejarlo todo. Pudo parecer un escape, pero no fue así. No había más alternativa que desaparecer. Como Matías Pascal. La ventaja de desaparecer, ahora pienso, fue que al volver no es que uno vuelva, sino aparece. Convertirme en una aparición fue lo gratificante de alejarme definitivamente.
Decir nunca más fue y es una constante en mí. No por resentimiento o aburrimiento sino porque sucede simplemente.
El Bunker era pequeño, estrecho, muy acogedor. Tenía listones de madera en el piso, una barra pequeña en forma de S, un mostrador con muchas bebidas alcohólicas en cuyo fondo había un espejo, un gato de chifa dorado que dice ven con el brazo, y una foto de mi viejo y fallecido amigo Jean Dourojeanni , quien estaba en algún lugar, con sus 80 años, gafas oscuras, saco verde, corbata rosada y turbante sunita.
La barra tenía un vidrio en el medio en cuyo fondo había estampas de diversos países que conocía, fotografías y cualquier objeto absurdo que se acomode a mis apetencias.
Las sillas, diseñadas por mí, eran de metal con respaldares de alambre de construcción que dibujaban antojadizas figuras. Los asientos eran simplemente unos tablones forrados con espuma y yute negro que quedaban bien con las paredes verdes, naranjas , amarillo ocre o azul prusiano.
La música que se escuchaba era la que me gustaba, jazz, rock clásico, y temas de belleza inequívoca.
A uno grupo de pacifistas españoles que seguramente ven con vidriosas miradas aprobatorias a Sendero Luminoso o al Sutep desistieron de entrar por el nombre que evocaba los fortines secretios de los nazis o sátrapas, en general.

La dueña de la casa era una bruja vieja que a sus 80 años usaba botas y paraguas si lloviera o no. Ella me creía un pan de Dios y que la juerga desatada dos o tres noches por semana eran cosa de mis empleados. Mentiras, era yo mismo el causante. Una noche la vieja apareció en bata en el bar mientras era todo un jogorio. Le agradecpi su llegada invitándole una coca cola que no aceptó. Su bata era blanca, me parece que de algodón. Gritó desesperada y casi deseé que le diera un infarto. Fue una anécdota muy divertida que contaba un amigo de Inglaterra.

Una noche me atreví a matizar el ambiente con un mambo de Pérez Prado.
Era un clima experimental donde algunas veces venían los enamorados en busca del privado, donde se sentaban en cómodos cojines en el piso, se fumaban en el narguile que me obsequió Roi, el israelí que tenía la agencia allá abajo en Procuradores, y que solían pedir pisco sour de maracuyá.
A veces hacía sándwiches de pollo, castaña, mayonesa y curry, otras veces ensaladas extrañas. Se comía bien, siempre a la luz de las velas.
Pero lo que más me gustaba eran las mañanas de lluvia que desde el cálido interior mostraba la calle Arco Iris en una cuesta empedrada que formaba ríos de un sonido que era lo único que podía interrumpir algún tema matinal.
Jamás escuchaba noticiarios, me olvidé de que era periodista, y hablaba solamente tonterías importantes.
Descubrí que se podía vivir sin todo aquello. Leía a Goethe, cualquier cosa menos noticias del Perú. Bebía, eso si, e iba en teoría de tumbo en tumbo.
Pero no quiero hablar de eso que es repetir lo que hacen todos los imbéciles que decantan su absurdidad en Cusco. No, yo solamente me acuerdo de esas mañanas, las 10 o 11 en tiempo de lluvias. El olor a casfé expreso, mi pan con jamón, mayonesa y curry, y los polos viejos que me vestían, cuando nkada tenía importancia, nada, absolutamente nada, excepto, vivir.

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