Vistas de página en total

sábado, 13 de agosto de 2011

LOS TELEFONOS MALOGRADOS

Nunca me percaté de lo poco o nada que sabía de ella. Y era así como yo lo quería.
Y tal vez también ella.
Sofocaba, antes que llegara a arder, cualquier indicio de duda fácil o temor, tan recurrente entre los amantes celosos. No. No quería a eso, no quería saber nada de ella, ni su presente, ni su futuro… ni si me amaba.
Decidí, eso sí, ser su hombre, su hombre de verdad, simple, sensible, duro, sin grietas ni tristezas.
Y así pues, para qué saber algo más que su nombre ni caer es la tentativa de destornillar, por instinto, temor, falta de fe, autoestima, o porque no importaba, esa caja fuerte donde decidió esconder sus emociones profundas.
Yo no sabía que en este juego yo terminaría colándome en esa caja de seguridad junto a sus emociones profundas.
Sólo años después supe que mi recuerdo estaba atrapado en el subsuelo más personal de su extraña vida. No sabía que ella era el principio de algo sin final sin lo cual cualquier comienzo de buen decurso o no era apenas un sonido torpe, sin eco, ni timbre. Si yo me metí en su ser más suyo ella se adueñó de mi principio.
Era una situación muy rara, porque si yo formara parte de su interior, por misterio profundo, quedaba excluido de su vida objetiva, de su mundo de amigos, de sus fiestas, de su plan para el futuro.
Por eso fuimos amantes secretos, sin necesidad de serlo, y no funcionaba en restaurantes públicos, fiestas con amigos, discotecas. Solo exclusivamente en la noche, apartados de todos y de todo, sin saber el paso siguiente, haciendo el amor con descaro y entrega pese a la ausencia de te amo ni te quiero.
En verdad todos estorbaban.
Por eso es que cuando la vi de nuevo, un siglo más tarde, no solamente fue un desastre absoluto aquello que ella dijo que no era una cita sino un encuentro.
Fuimos buscando donde charlas, pero sonaba la música de los pubs ni cafés, nada resonaba, y en verdad las risas estorbaban, la luz no servía, opacaba, todo se vulgarizaba, no me inspiraba y lo peor es que yo deseaba que se vaya.
No la quería así en público. La quería en un mundo interior que solo se construía con inspiración y soledad.
Me pareció que esto se acababa. Al fin.
Pero me equivoqué. Persistió.
No sabía que no existe absoluto gobierno en la vida. Ninguno. Todo es contingente, aparente, conectado en razón de funcionamientos de los que no sabemos nada. Juguetes de circunstancia a la que se incorporamos sentidos, y hasta nos engañamos.
Por eso le dije si creía en el espíritu, siendo ella cartesiana en estas cosas.
Y me dijo que sí. Pero yo a ese instante ya no creía en nada. Estábamos atrapados en lo usado y mecánico del entorno que ensuciaba ese instinto tan profundo que se negaba a salir. Ambos a lo mejor lo protegíamos... ¿o es que ya nada existía?
Nos convertimos en dos máquinas procesando jugos extraños que vertían los silencios, absurdos, mezclas de recuerdos y presentes electrónicos.
Pero para qué. Imposible saberlo. Era un instinto, una necesidad, una debilidad que me llevó a la posibilidad de abrir esa caja fuerte.
Pero no había que intentarlo. Se la pasaba dándome pistas de por dónde ir. Y hasta me dijo que a lo mejor le estaba sacando del curso de su gran río.
Todo desapareció al sonido de su teléfono.
Esta noche sonó el mío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario