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viernes, 2 de marzo de 2012

CRAPULA CAPITULO XII / ¡JA!

Sabiendo que tenía comprado el ingreso a la universidad, solo me quedaba estar relajado, aunque no tanto, ya que movía el dedo del pie. Ocupé el tiempo observando detalles. ¿Qué diferencia hay entre la gente y los otros objetos visibles si todos son líneas? Estampida de preguntas me venían. Maldita Lima. Todos buscando donde ganar. Ya estaban los vendedores de lápices, tarjadores y borradores. En Lima cada vez que sucede una concentración humana aparecen esos sujetos de bolsillo vendiendo todo tipo de chucherías. Cuando vino el Papa vi a un chico vendiendo vinchas que decías Tootus Tuus. El Papa se presentó en las afueras del hipódromo. Ea muy rosado y lo vi en su papa móvil. Fue emocionante verlo como en las estampitas. Tenía el poder de concentrar a miles. Y no cantaba. Hablaba dramáticamente, pedía compasión desde lo alto. Era un día de sol, extenso, sin nubes. Nunca vi algo tan blanco en un mundo tan gris. ¿Lapicero amigo? Me ofrecieron unos ojos ladinos, un tipo en chomba, rápido, madrugador, con las cosas claras. El tipo vivía seguramente en apuros. Estaba acostumbrado a sobrevivir. Bajo ese cielo acerado, muy distinto al medio día cuando vi al Papa, todos se veían amarillos verdosos. - Ya tengo el mío - Le dije. Su insistencia me infundió desconfianza. Me interrumpía. Es la historia de los vendedores. Interrumpir. Pero en el mundo todo se vende. - ¿Borrador? - No. No me mires. - Flaco ¿Borrador? - Bórrate cuarto de pollo. Se abrieron las puertas del gran local. Cuando hice mi entrada sentí un ambiente aireado y conventual. El hecho de que por cada vacante "competíamos” cien me angustiaba. Decidí fumar un cigarro. Por cada pitada de mi Winston me nacía un pensamiento acrimonioso sobre la gente. La palabra imbéciles me gustaba repetir en el pensamiento. El humo volaba hasta los altos techos del claustro lo que posiblemente incomodó a los insectos que vivían en los lejanos tragaluces. Me dieron ganas de abrir las manos como lo hacen los magos cuando hacen desaparecer las palomas y al hacerlo alguien pensaría que estaba loco. Humedecidos por la garúa los tragaluces traslucían el pálido y mate cielo de Lima. El suelo de madera crujía. Esto me daba paz. Los árboles o la madera de estos apaciguan las tormentas. Me recordaban momentos gratos, un viejo hotel de Tarma donde por un trabajo de encuestas tuve que viajar y conocí a la mujer de un policía a la que me la llevé a follar. Era de noche y recién había llovido. Ella caminaba sorteando los charcos. Hola le dije. Era tirar una moneda a la fuente de los deseos. Su figura difusa iba a contraluz de los faroles de los autos. Se detuvo y a mí el corazón. Conversamos. Supe que su marido era un policía. Estaba destacado en La Merced, en la selva. Ella miraba a los costados con temor. Pasaba poca gente, pero en un pueblo todos saben la vida de todos. Pero la noche nos protegía. Yo le dije que seguro su marido le era infiel. Que en ese mismo instante estaba empiernándose con la otra. Para suerte mía ella sospechaba esto. O lo sabía. Quien conoce a las mujeres. Odian con facilidad. La confundí con mis palabras. Le dije lo dulce que era la venganza. No sé cómo la convencí. Para más suerte estábamos a unos metros de un hostal. La empujé. Entramos y la desnudé. Le hice el amor. Una bomba de Sendero Luminoso estalló. Se fue la energía y luz. La habitación era amplia. Ella , con el cuerpo trajinado por mis manos, dejó su contorsión. Reventó en un silencioso llorar. ¡Que he hecho! Dijo. Pero sentí que yo no tenía culpa por el hecho de tener tan solo diecisiete años de edad y ella al menos veinticinco. Yo la escuché diez minutos intentando ser humano, pero por cuanto era inútil serlo por más del tiempo, qué me fui muy contento de mi hazaña. No sabía que su marido podía matarme. El olor a vetusto de la casona era agradable. Confieso que hasta disfruté un suave tufo a keroseno. Cuando terminé mi recuento de objetos, la composición nuevamente tomó sentido actual. Mi ánimo mejoró. Todo estuvo bien hasta que me encontré con unos ojos raros, curiosos y aguados. Miraban detrás de unas gafas gruesas. Eran los ojos de una muchacha anémica y competitiva que me dio una dosis mínima de terror. Me concedió una estúpida sonrisa. Yo se la devolví de inmediato. No la deseaba, pero ella de nuevo me la arrojó. Yo ya no le hice caso. Luego se me acercó. - ¿Primera vez que postulas?- Interrogó - Novena Se acercó más. - ¿Qué edad tienes? - Mil horas y no tengo un boquete en mi pantalón. - Yo era la mejor de mi promoción. Estudié en el Fanning. ¿Conoces? Queda en Jesús María. - No. No conozco. Claro que lo conocía. Mi empleada, quien ayudaba a mi mamá de niños, una paisana de veinte años, aprendía a leer en ese colegio en las clases nocturnas. Ella prosiguió su monólogo. - Cuando solicite que me exoneren del examen por ser la mejor de mi promoción me negaron ese derecho...Yo era la número uno. No sabía que decirle. Se acercaba más. Sentí su mal aliento. Me alejé. Ella no dejaba de mirarme. - Yo también fui el mejor- Le dije - ¿De qué colegio eres? - Del colegio Nuclear. - No lo conozco. - Es un colegio para chicos especiales - ¿Y eres especial? - Siempre. - ¿Porque especial? - Padezco - ¿De qué? - De hipo. Las reglas eran claras. El donde sería el examen debía ser un espacio de alta seguridad para evitar soplos y cualquier fraude que empañe una limpia competencia. Solo podían estar los postulantes y los docentes responsables del proceso de admisión. Se debía evitar infiltrados. Era un decir. No muy lejos divisé a la Rata. Me tranquilizó verlo. Al parecer estaba bendecido por la moña y no habían dudas de su influencia. Odiado por los maestros, tenía que velar por varios clientes que no le habían cancelado "el huachito". Al verme se me acercó y musitó al vuelo. - Ya estás varón. Chévere. En realidad parecía una rata. Tenía algo de asustado e iba a prisa. Caramboleaba de sala en sala como si fuese su casa. Al entrar al salón me miraban Miguel Grau y Bolognesi. Estaban manchados con bolitas secas de papel. Entró el jefe de grupo. - El examen durará tres horas y está prohibido copiar dijo. Tenía dejo serrano. Empezó la prueba. Nos entregaron tres hojas mimeografiadas llenas de acertijos indescifrables. Al menos éramos ochenta en el salón. Mientras yo empecé a hacer bolitas en un solo punto del papel. Las instrucciones eran de que no responda a ninguna interrogante. Pero en eso vi de nuevo a la muchacha de anteojos. Decidió sentarse a mi lado. - Qué quieres mierda- balbuceé. Era una computadora. No paraba de responder. Pero de rato en rato me buscaba y encontraba que no hacía nada sobre el papel. Luego continuaba. No pudo más y me dijo. - ¿Te ayudo? - No. Está todo bien. - Noooo. No escribes nada - A ti que chucha- le respondí. Con el rumor se acercó el profesor y me advirtió. - A la siguiente te anulo el examen. La prueba discurrió largamente y la muchacha no dejaba de mirarme. No pude más y me saqué el pene. Cuando me volvió a observar le hice una seña con el dedo para que vea abajo. Se encontró con mi pene. No volvió a molestar. Terminó el examen. Fui a cenar un pollo a la brasa. Al día siguiente amanecí con un pensamiento. Resultados. Había muchos que habían alcanzado un puesto. Y buscando los ingresantes a odontología encontré mi nombre. Quise gritar, pero el grito se me quedo en la garganta. Pero oh no. You again. La chica de lentes frente a mí. - No puede ser. No ingresé. Carajo. - Yo tampoco. - No mientas. Te vi saltando de alegría. - No. Unas ratas son estos. - No amiga. El carro de la vida lo conduce una rata. Ella asintió - Una rata. Eran las once del día. Caminamos, juntos, rumbo a la avenida Abancay. En la esquina del Congreso un tipo hiperactivo vendía cebiche. La gente agachada en unas bancas largas comía. Llenó una tina de lata, de esas que sxirven para bañar a los bebés con pescado y limón. Los pedazos de escamas flotaban sobre una mezcla lechosa y rosada. Los dedos sucios del hombre se metían en los platos al servir. Las moscas se sentían bien - ¿No quieres un platito?- Le dije. Luego me la cacho. En eso ella me miró extrañada. Sacó un papelito de su bolsito azul y me dio un teléfono comunal. Me propuso que nuevamente nos veamos para prepararnos e intentemos de nuevo. - Por qué no. Cuando ella subió en ese ómnibus rojo y lleno de gente rumbo a Mangomarca yo me dispuse a tomar otro en sentido contrario. Pero algo me detuvo. Volteé. La tonta me miraba. Yo giré y otro hecho me hizo sonreír. Un auto funerario estacionado en medio de la avenida Abancay se había descompuesto y ocasionaba un embotellamiento. El viejo carro había perdido el tubo de escape y un viejo desconcertado, posiblemente el funerario, trataba con su ayudante de meter en una la caja del muerto. Pensé. Aunque la muerte es puntual, a veces uno es el que no se quiere ir. Boté el papelito con el nombre de la mujer esa. Voló por la sucia calle y se detuvo en un lugar donde vendían objetos de brujería. Curanderismo puro. Esos curanderos no siempre creen en sus propios consejos pero tienen un magnetismo negativo. Subí al micro y miré a la ciudad. Por fin, lancé un poderoso "ja!".

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