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jueves, 8 de marzo de 2012

CRAPULA CAPITULO XV LOS RESERVISTAS DE ESPERANZA Y LEUZEMIA

Encontré una estampita de Santa Teresita debajo de mi puerta. No sé por qué la guardé en mi billetera. Normalmente no sé. Iba rumbo a la universidad. Ya me acostumbré a su fealdad. Pero no me importaba la pésima infraestructura de la facultad. Mi vida estaba en lo estéticamente valorado como feo. Mucho en Lima es un mundo feo. No es diferente en otras partes del mundo. Laos no es tan agradable. Tampoco ciertos suburbios de Sao Paulo. Inclusive, en las afueras de Freiburg, al sur de Alemania uno se tropieza con la desarmonía y ocredad. Por eso es que era conformista como Lima de sus fachadas descuidadas. Tampoco me afectaban los constantes cierres intempestivos de clases. Tampoco me afectaba la falta de libros. Yo quería solo un título universitario. Siempre tuve la idea de que con un título todo era posible. Los primeros años me fue bastante bien. Llegaba puntual a clases y no dejaba de preguntar detalles a los catedráticos. Les respetaba. Nada de trampas ni actitudes ominosas, por supuesto. Seguía siendo el chico humilde y armonioso. Pensaba mucho en mis padres y en que había solución al problema de país. Organizaba grupos de estudios fomentados por ingenuos estudiantes que pensábamos que ese era el camino en un país rumbo al abismo. La Rand Corporation diagnosticó que Perú se partía en cuatro. Sin embargo algunos preservaban la ilusión. Eran un tipo de enfermos que me agradaban. Me agradaba el grupo Leuzemia, cuyo talento superior al de muchos nunca alzaría vuelo por ser demasiado sucio, lo cual es un decir. No sabíamos que eran los guardianes de la esperanza. Y entre ellos estaba Huxley. Pese a todo a sus ideas contrarias a las mías, a que era un ilusionista ilusionado, congenié mucho con Huxley. Creo que me admiraba un poco. El hijo de inmigrantes de la los Andes que invadieron un terreno en Comas. Yo estaba seguro de que él siempre fue un muchacho esforzado. Se reía poco, era conservador y no estaba dispuesto a levantar el manto que cubrían sus límites. Anhelaba un país mejor. Huxley tenía el mérito de poseer una facilidad copista, es decir, una memoria bárbara para retener los complicados nombres de cada una de las partes del cuerpo humano. Sed ganadora veía en sus ojos encendidos de ambición. Pero esta mirada inteligente tenía a la vez reservados fulgores de odio, menosprecio y envidia, los cuales se asomaban nítidamente al ver pasar a otros compañeros que habían tenido menos dificultades en la vida, y a quienes bautizamos como los impolutos. Eran los ricachones de la escuela que entraron como yo: pagando. Mientras ellos lo decían en voz alta, yo lo negaba. Tenían buen vestir, tono y gesto afirmativos, y ninguna referencia diaria de lo que acontecía en el país. Huxley se sintió traicionado cuando me vio con los impolutos. Eran interesados. Tomaban los mejores frutos del campo y yo vendía una buena imagen de estudioso. Supongo que me eligieron por racistas, por que como a ellos me interesaba un bledo el país, la facultad. Supuse que la pobreza, el terrorismo y la idea torcida que llevábamos dentro no nos permitía sino cerrar las puertas y ventanas de casa. Y esto implicaba separar a los posibles terroristas o justicieros sociales. Huxley era uno de ellos.

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