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miércoles, 29 de febrero de 2012

CRAPULA CAPITULO V LAS DESVENTAJAS DE NO SER ROSQUETE

El día cuando me di cuenta que todos estábamos involucrados en el proceso de descomposición nacional yo estaba mirando el futuro con optimismo. Recién había terminado el colegio. El mundo era para mí.
Roberto, un amigo del barrio, que era hijo de unos gitanos, me pidió que le acompañase a ver ese asunto del servicio militar obligatorio. Yo que nunca tenía nada que hacer, accedí, siempre y cuando él me pague los pasajes. Aun no cumplía dieciocho años, edad en la que se adquiere la mayoría de edad, pero los aparentaba. Fuimos al Ministerio de Marina, en Salaverry. Mientras esperaba el turno para que Roberto se inscriba, vino un grupo de soldados a pedirnos nuestra identificación. Yo no tenía ninguna. Era menor de edad. No valió mi respuesta. Junto a otros me trasladaron a una carpa. Me desnudaron. Me revisaron la pinga y luego los pies. Luego debíamos mostrar el culo. Y un tipo nos miró. A Roberto y a mí nos “aceptaron”, nos subieron en camiones diferentes. Me cortaron el pelo e inmediatamente comprendí que estaba siendo intempestivamente asimilado al Ejército.
El viaje duró dos días. Todos estábamos tirados en el camión. Subimos por un camino terrorífico por sus abismos a cada paso. Llovía. Cuatro debíamos estar sobre la cubierta. La orden era disparar a cualquiera que se nos acerque. Debíamos mirar a todos lados. Pero hacía cada vez más frío. Vi a varias vicuñas en plena libertad. El amanecer fue esplendoroso. El hielo congelado sobre el ichu es una alegoría. El sol caía tan sólidamente que parecía arrancar la noche por pedazos definidos.
Mi familia no supo nada de mí una semana. Cuando se enteró yo ya estaba en Ayacucho, embriagado por la belleza del paisaje serrano y con la angustia de no poder ir ese verano a la playa.
Nunca más vi a Roberto.

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